“Le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio. Y en la ley, Moisés nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres; ¿tú, pues, qué dices?” Juan 8:4-5
En la idiosincrasia de nuestros
pueblos tendemos a pensar que determinados pecados adquieren mayor gravedad y
notoriedad, dependiendo del género de la persona que los comete.
Si un hombre comete peculado o
malversación de fondos es culpable de un delito; si una mujer comete peculado
“es un monstruo disfrazado, que ha defraudado a todos, y no merece la más
mínima consideración”.
Igual sucede con el adulterio: Cuando
el hombre lo comete, “ha sido una travesura que podemos pasar por alto”. Pero
cuando la protagonista es la mujer, todo se detiene, e inmediatamente corremos
a buscar la piedra más pesada para sepultarla en una muerte social, sin derecho
a retorno.
Jesús ya se había referido al
adulterio, y más bien había empezado por aquellos “varones moralizadores”, que
teniendo las piedras en la mano, pensaban que la gravedad de un pecado dependía
del género de la persona. A ellos les dijo: “Cualquiera que mira a una mujer y
la codicia, ya ha cometido con ella adulterio en su corazón”.
Finalmente, tampoco pasó por alto el
adulterio de la mujer. Al ver su arrepentimiento, exclamó: “¿Dónde están los
que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.
ORACIÓN: Padre, te agradezco porque
siempre estás dispuesto a perdonar, no importando el género, condición social,
ni magnitud del pecado. Amén.
PENSAMIENTO: Dios no hace acepción de
personas, ni al momento de amar, ni al momento de perdonar.
JAIME ECHEVARRÍA
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